Algunos edificios, al igual que algunas formaciones geológicas sorprendentes, comparten su origen el la acumulación de capas o sedimentos. La Catedral del Casco Viejo es uno de esos casos; desde el siglo XV, una cadena de reformas, restauraciones y añadidos han venido de la mano de un surtido grupo de arquitectos; desde los más recientes Joseba Rementería y Rafael Purroy (2000), hasta nuestros sospechosos habituales; Manuel Galíndez (1925-1930) y Severino Achúcarro (finales s. XIX).
El producto final responde al apelativo genérico de gótico aunque el observador más erudito disfrutará con otros sabores más sutiles como el neogótico, el tardogótico o el exuberante gótico florido. La Catedral de Santiago comparte con otras obras de su estilo, esa sensación de máquina compleja, con demasiadas piezas o demasiados nombres que nos ahogan. La mera enumeración de sus partes, la sucesión de triforios, arbotantes, girolas y cruceros nos hacen desear el borrar de nuestra mente todos esos conceptos, olvidarnos de la ingeniería medieval, y quedarnos con la luz, la atmósfera y el sosiego interior.
Esta Catedral aporta tal vez una nueva variante al amplio catálogo del estilo gótico, algo así como gótico bilbaíno, que consiste en adosar un tremendo pórtico que proteja a nuestros feligreses de la inevitable lluvia bendita.
Catedral de Santiago
Plaza de Santiago – Casco Viejo