El trasiego ajetreado de la Gran Vía queda en suspensión una vez que se cruzan los lindes de la Plaza Moyúa. Allí se hace realidad el viejo deseo de doblegar la naturaleza a fuerza de tiralíneas y voluntad.
Los sueños de la razón, cuando no están ocupados en producir monstruos, pueden crear esplendidos jardines de estilo francés como los de Versalles o esta encantadora miniatura que es Moyúa. Fuera del perímetro elíptico de la plaza todo es caos, plusvalía o desesperación. Dentro, podemos dejar todo eso atrás o por lo menos mantener la ficción de que podemos hacerlo. El impecable trazado de los parterres o quizá el rumor de la fuente nos proporcionan algo de sosiego y la geometría inevitable del lugar nos invitan a imaginar un mundo exterior también gobernado por el orden y la razón.
La gastada metáfora del oasis tal vez tenga otra oportunidad aquí, siempre que no nos dejemos llevar por la premura cuando cruzamos Moyúa y nos regalemos unos minutos sentados en los bancos de piedra.
El tiempo se ha detenido por unos momentos y el efecto puede que haya sido balsámico, pero al salir nos damos cuenta con horror de que los monstruos siguen donde los dejamos.