El negocio bancario ha sido ajeno a las revoluciones y vaivenes de los últimos siglos. No ha variado apenas desde que mercaderes florentinos negociaban moneda y letras de cambio en unos sencillos bancos de madera en plena calle, que por eso los llamamos bancos ahora.
La banca se ha mantenido siempre fiel a sí misma porque siempre emplea los mismos principios, que son los que parecen animar también la sede del BBVA, creada por Pedro Guimón en 1919.
El compás que permite navegar entre los más peligrosos bajíos financieros es la diversificación, apostar a todo, con la esperanza de que algo acabe funcionando o en el peor de los casos, si algo sale mal, que no sea letal. El edificio del BBVA parece inclinarse hacia ese razonable principio económico, dedicando porciones del mismo a todos los estilos relevantes, y permitiéndonos recorrer con un golpe de vista toda la historia de la arquitectura, desde los griegos al barroco aunque tal vez echemos en falta a los magníficos egipcios.
El segundo gran principio bancario es el interés compuesto, la fuerza más poderosa del universo según Albert Einstein. Auténtico motor que hace crecer el dinero, lo mismo que ha sucedido con las columnatas corintias laterales que parecen haber alcanzado proporciones metafóricamente prodigiosas con el paso del tiempo.
La inspiración antigua culmina con el templete superior del chaflán de entrada donde el dios Mercurio, antiguo mensajero de los dioses, añora los tiempos cuando señoreaba sobre los paseantes de Gran Vía y quizá lamente su triste papel actual, de pobre recadero de “los de arriba”, transmitiendo un lacónico: “lo sentimos, su propuesta no ha sido aceptada”.
Sede BBVA
Gran Vía esquina Alameda de Mazarredo