miércoles, 30 de noviembre de 2011

Sede del BBVA en Gran Vía, el poderoso influjo del interés compuesto


El negocio bancario ha sido ajeno a las revoluciones y vaivenes de los últimos siglos. No ha variado apenas desde que mercaderes florentinos negociaban moneda y letras de cambio en unos sencillos bancos de madera en plena calle, que por eso los llamamos bancos ahora.

La banca se ha mantenido siempre fiel a sí misma porque siempre emplea los mismos principios, que son los que parecen animar también la sede del BBVA, creada por Pedro Guimón en 1919.

El compás que permite navegar entre los más peligrosos bajíos financieros es la diversificación, apostar a todo, con la esperanza de que algo acabe funcionando o en el peor de los casos, si algo sale mal, que no sea letal. El edificio del BBVA parece inclinarse hacia ese razonable principio económico, dedicando porciones del mismo a todos los estilos relevantes, y permitiéndonos recorrer con un golpe de vista toda la historia de la arquitectura, desde los griegos al barroco aunque tal vez echemos en falta a los magníficos egipcios.

El segundo gran principio bancario es el interés compuesto, la fuerza más poderosa del universo según Albert Einstein. Auténtico motor que hace crecer el dinero, lo mismo que ha sucedido con las columnatas corintias laterales que parecen haber alcanzado proporciones metafóricamente prodigiosas con el paso del tiempo.

La inspiración antigua culmina con el templete superior del chaflán de entrada donde el dios Mercurio, antiguo mensajero de los dioses, añora los tiempos cuando señoreaba sobre los paseantes de Gran Vía y quizá lamente su triste papel actual, de pobre recadero de “los de arriba”, transmitiendo un lacónico: “lo sentimos, su propuesta no ha sido aceptada”.

Sede BBVA
Gran Vía esquina Alameda de Mazarredo

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Clínica IMQ en Zorrozaurre, medicina del siglo XXI

Le Corbusier, el gran arquitecto “pop” del racionalismo, definió en alguna ocasión la casa como una máquina de vivir; la nueva clínica del IMQ tal nos lleve a preguntarnos si existe también una arquitectura para curar.

El aspecto limpio y bruñido de la obra de los arquitectos Carlos Ferrater, Alfonso Casares y Luis Domínguez nos recuerda a esas máquinas médicas de poderosa tecnología alemana que adornan y quizás justifican los mejores hospitales del mundo. Los múltiples pilares de las partes bajas del edificio imponen un ritmo trepidante e higiénico donde casi podemos imaginar a los pacientes desplazados por una cinta transportadora en una interminable sucesión de pruebas, señales luminosas y códigos de barras. Solo las líneas horizontales del cuerpo central de la clínica parecen ofrecer algo de reposo. Pero las agudas y erizadas esquinas acaban alejando cualquier posibilidad de sosiego.

Puede que la medicina del futuro sea así, rápida y eficaz como este edificio, pero  también incapaz de conjugar el verbo convalecer, esa parte de la curación que antes era un arte y no es mucho más que paseos en zapatillas y bata de cuadros, luz, algo de conversación y el verde de una planta.

Foto: Imq